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FF. Buey: Para leer el Manifiesto comunista


PARA LEER EL MANIFIESTO COMUNISTA *

Francisco Fernández Buey


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El Manifiesto Comunista es un texto excepcional: porque es corto; porque inaugura un nuevo género de la filosofía política que une consideraciones históricas, análisis sociológico y perspectiva política a la defensa explícita de los intereses de una clase social, el proletariado industrial; por lo que representa en el conjunto de la obra de Marx y Engels. Por su gran significación para el movimiento obrero organizado de los cinco continentes; por el hecho de ser traducido de forma repetida en todos los idiomas y en todos los países; por el gran auditorio que conquistó durante siglo y medio.
Raras veces en la historia de las ideas se ha dicho tanto en favor de los de abajo, de los explotados y los oprimidos, en tan poco espacio. Si el viejo proverbio dice lo cierto, entonces el Manifiesto Comunista es doblemente bueno; apenas 23 páginas (en el original alemán) para tratar uno de los temas que más han interesado a esa parte de la humanidad que se preocupa por el mal social del mundo moderno: el de las causas de la desigualdad social y de la lucha de clases. De hecho, el viejo dicho no debe mentir, porque el Manifiesto Comunista ha sido, con la Biblia, el texto que más se ha reimpreso y traducido en los últimos 150 años. En 1850, fue publicado por primera vez en inglés; en el decenio siguiente apareció la primera traducción rusa, hecha por Bakunin.
Hubo traducciones a todos los idiomas europeos. La primera traducción española fue publicada en La Emancipación de Madrid, en 1871; la primera traducción al catalán es de 1930; las versiones vascuenses y gallegas son más recientes.

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La historia de la lectura del Manifiesto Comunista, de 1848 a nuestros días -sus formas, sus circunstancias, los lugares insólitos donde sus páginas han circulado, la biografía de algunos de sus lectores eminentes- se entremezcla con la historia del romanticismo contemporáneo y proporcionaría material más que suficiente para todos los géneros de literatura: de la comedia a la tragedia, del ensayo al drama, de lo lírico a lo burlesco.
Un lector ilustre, entre las dos guerras mundiales, mientras los de abajo se proponían escalar el cielo de la igualdad, tuvo la idea de poner el Manifiesto en versos. El proyecto, explorado por Bertolt Brecht, no pudo tomar cuerpo, pero la idea no era absurda. Tradicionalmente, fue la poesía la que fijó la memoria de la colectividad, la que contribuyó a fortalecer el recuerdo de creencias comunes. Puede ser que la poesía o la forma dramática sean precisamente las más aptas a transmitir las ideas del Manifiesto a los jóvenes posmodernos de la cultura europea, a los que no han conocido la lucha de clases como algo latente, o como un combate ambiguo en el cual los viejos luchadores del siglo pasado no dejaron de reconocerse.
A diferencia del libro de los libros (y a diferencia también de otras obras de Marx y Engels, más científicas y más complicadas), la lectura del Manifiesto Comunista no necesita de intérpretes, comentaristas, exegetas y curas para servir de intermediarios entre el texto y el pueblo lector, entre los sabios autores y los destinatarios del mensaje. El Manifiesto anticipa una intuición muy repetida por los trabajadores en una canción que se canta todavía, la Internacional: "Ni dioses, ni césares, ni tribunos. No hay salvador supremo." Una de las ideas centrales de la parte del Manifiesto que trata del socialismo como movimiento es que los de abajo tienen que liberarse ellos mismos y autorganizarse políticamente.
Siempre que uno hable del Manifiesto, tendrá que cuidarse de no ser ni cura laico ni comentador pedante. Explicar al amable lector que se encuentra frente a un texto excepcional en la historia de las ideas, es romper una puerta abierta. Sugerir, como se ha hecho muchas veces, que la lectura del Manifiesto es para el lector apasionado la vía del involucramiento con el partido comunista, porque es de esto de lo que se trataba originalmente, sería hoy temerario. No hay duda sobre esto.
La razón no reside en el descrédito actual de los partidos comunistas: ser minoritario en este mundo, como en el de Marx y muchos otros, no implica nada de particular sobre el valor de quien elige esta opción. Y si esto implica algo, es, según mi parecer, positivo. Hay otra razón para evitar esta temeridad al hablar del Manifiesto Comunista. Es de orden histórico, y haberla ignorado ha dañado a muchos lectores apasionados de esta obra. La razón: el principal autor de este manifiesto del partido comunista rompió tempranamente con los promotores de este partido a causa de su espíritu sectario y no encontrará en su vida ningún partido en el cual pudiera actuar con plena tranquilidad de espíritu. Él, que había siempre presentado como indispensable la organización política para la emancipación de los trabajadores, se sintió a gusto, y relativamente, sólo en una asociación, la Internacional, que fue algo más, mucho más, que un partido en el sentido estricto: un movimiento político-social heterogéneo y plural, con corrientes internas bien diferenciadas.
Si se descartan, entonces, los papeles de exegeta, mediador y de proselitista, queda algo más modesto que hacer: informar a fin de contextualizar el texto en la historia de las ideas, e intentar reflexionar sobre las razones que hacen que, a pesar de todo, valga todavía la pena de leer -o releer- el Manifiesto 150 años después de su publicación y en un momento donde se ha vuelto difícil encontrar en librería una traducción accesible.
A mi parecer, esta reflexión sobre el interés de la lectura de este clásico puede hacerse de dos manera equivalentes. La primera consiste en distanciarse lo más posible del texto, y considerar el Manifiesto como uno de los libros que componen el núcleo de la filosofía política europea, y tratarlo según el uso académico en materia de clásicos: con rigor filológico, espíritu comparativo y una atención privilegiada por el momento histórico donde se sitúa su redacción, como cuando se trata de Maquiavelo, Hobbes, Montesquieu o Tocqueville. La segunda manera de reflexionar sobre su interés actual, sin por lo tanto desdeñar la primera, consiste en situar la lectura del clásico en el cuadro de la tradición libertadora que inauguró, apropiándose de las preocupaciones y del punto de vista de Marx y Engels en la situación actual, muy diferente del momento histórico en que escribieron. Sé que esta manera de ver no está de moda, y que ir contra las modas es tomar el camino del desierto; pero sé también -gracias a Leopardi- que la moda, por efímera, es hermana de la muerte.

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En la tradición inaugurada por Marx y Engels en el Manifiesto, la primera etapa de la liberación de los de abajo, los explotados y oprimidos, es la toma de conciencia: toma de conciencia de lo que se ha sido y de lo que se es. Tomar conciencia significa saber situarse en la historia y en el presente de la humanidad. Antes de 1847, antes de la redacción del Manifiesto, la literatura política que los intelectuales, eruditos, humanitarios o compadecedores, habían producido en favor de los pobres oscilaba entre la profecía, el mesianismo, la utopía y el sarcasmo crítico contra los de arriba, las clases dominantes. La idea misma de una sociedad de hombres socialmente libres e iguales estaba identificada con un pasado idealizado, anterior a la existencia misma de la propiedad privada, a lo que se ha llamado "la Edad de Oro", o bien acababa, como en la utopía de Tomas Moro, en un humorismo irónico, del estilo "allí está el ideal, pero como está fuera de alcance para nosotros, bebamos en espera de días mejores".
Tomas Moro murió asesinado por el poder de la época. Otros dijeron: "Un día vendrán tiempos mejores donde los viejos y repetidos deseos de los pobres serán finalmente realizados." Pero el tiempo pasó, el viejo régimen de la monarquía absoluta se derrumbó y los nuevos pobres pudieron solamente regresar a las eternas esperanzas.
Los clásicos de la filosofía política eran libros admirables, que los de arriba, los que tenían y tienen el poder, pueden leer hoy sin ser molestados. Una vez superada la época en que fueron escritos y limadas sus aristas críticas, se pueden leer en el Olimpo y hasta con delectación y placer estético. Los profesores han relegado al fondo de sus páginas notas sabias y pertinentes y ahora algunas de estas obras pueden hasta ser entendidas como el contrario de lo que sus autores habían querido decir a sus contemporáneos. Eso no sucede con el Manifiesto Comunista.
Hay muchas ediciones, si no en las librerías por lo menos en nuestras bibliotecas, pero ninguna por lo que sé que comporte el genero de notas que momifican para siempre un clásico. Hay ediciones mejores y peores, hay dogmáticas y científicas, eruditas y combativas -pero ninguna momificadora. Por otra parte, es significativo que las grandes editoriales españolas -es sintomático- no tengan una edición del Manifiesto en sus clásicos. Si se encuentra una, hace mucho que ha sido retirada del catálogo. Sin duda, el gran editor dirá: ¿Quién en nuestros días leerá el Manifiesto Comunista después de la caída del comunismo?

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Allí reside seguramente una buena pregunta. Es una pregunta a la cual han contestado recientemente los responsables de la enseñanza secundaria oficial, y la respuesta me parece pertinente. Así, por primera vez desde hace mucho, los jóvenes estudiantes podrán leer el Manifiesto con relativa tranquilidad de espíritu, como se lee un clásico: sin deber hacer de la obra una arma contra el compañero de lado. Y creo que esta lectura, en este siglo XX que concluye, en el momento mismo en que la idea de socialismo debe reconstruirse, dará lugar a un género de pasiones muy diferentes de las que provocaba esta lectura hace algunos decenios cuando el Manifiesto era para nosotros una lectura clandestina, un fruto prohibido.
Me gustaría añadir mi propia respuesta a la de los responsables de la enseñanza. Aunque se suponga que la historia reciente ha -como se dice con frecuencia- refutado la perspectiva de Marx y Engels, esto no sería una razón suficiente para dejar de leer el Manifiesto Comunista. Después del siglo XVI, la historia de la ciencia no ha hecho otra cosa que refutar, una después de la otra, las ideas fundamentales contenidas en el Viejo y en el Nuevo Testamento: no por esto, las buenas gentes, e incluso la mayor parte de los hombres de ciencia del siglo XX, han dejado de leer la Biblia. Y las buenas gentes tienen razón, porque este libro está lleno de cosas muy interesantes que el reconocimiento de la teoría copernicana y la teoría de Darwin sobre la evolución no vuelven caducas.
Nadie soñaría en nuestros días buscar un remedio a sus males en la Apología de Sócrates, la Utopía de Moro o la Breve historia de la destrucción de las Indias de Fray Bartolomé de Las Casas: sería una tontería deducir la inutilidad de la lectura de estas obras porque el tiempo pasó. Quien quiera que se dedicó a la enseñanza sabe perfectamente que cada año estos textos conmueven a la juventud, independientemente del hecho de que Sócrates haya sido derrotado en su lucha en la democracia ateniense, de que Tomás Moro haya pagado con la vida su audacia en la Inglaterra del siglo XVI, o de que Fray Bartolomé de Las Casas se haya encontrado casi solo en su lucha en defensa de los indios de la España imperial. ¿Y no es justamente por esto mismo que nos conmueve lo que dijeron o escribieron? Los clásicos no cotizan en la Bolsa. Lo que caracteriza un texto clásico no es el provecho inmediato que alguien -el amable lector, en este caso- pueda sacar de la lectura, sino el hecho de que en su esencia, sea ésta narrativa, poética, filosófica o de política social, supo envejecer: porque en su envejecimiento cosas importantes nos siguen siendo dichas, nos siguen conmoviendo, nos dan de pensar en lo que hemos sido, lo que somos, lo que hubiéramos podido ser, lo que nos gustaría ser.
El Manifiesto Comunista es un texto de este tipo. De los que, todo sumado, han envejecido bien. De los que hablan de las aspiraciones intrínsecas del ser humano quien, como animal racional, es un ser civil que, en ciertas ocasiones, consideró que valía la pena tomar riesgos para su propia emancipación, para liberarse de las cadenas de la opresión, para poner fin a la dominación que algunos hombres ejercen sobre otros hombres.

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La lectura del Manifiesto genera siempre la inquietud. Desde la primera frase -"Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo"- hasta la ultima: -"¡Proletarios de todo el mundo, uníos!"-, el lector tendrá siempre la impresión de ser llamado en causa y muy seriamente. La historia cuenta algo que nos afecta profundamente. Todavía en nuestros días, cuando el humorismo intelectual sobre el "fantasma que recorre Europa" está al orden del día y que la palabra misma "comunismo" está completamente desacreditada, las veintitantas páginas del Manifiesto continúan sacudiendo el lector así como al profesor que debe explicar a sus alumnos, contextualizándolas, las ideas que éste postula.
¿Por qué es así? ¿Por qué esta inquietud y estas sonrisas nerviosas contenidas cada vez que se abre el Manifiesto, y que se lee que la historia de todas las sociedades hasta este día es la historia de la lucha de clases y aún más, que los obreros no tienen patria? ¿Por qué tal conmoción, si el proletariado del que se habla ya no existe, si el capitalismo en cuestión ya no existe, si el comunismo ya no existe y allí donde se pretendió que existía se derrumbó? No es fácil contestar a estas preguntas. Pero me imagino que las razones son las mismas que las que provocan la inquietud del lector cada vez que se encuentran frente a uno de los clásicos ya citados, o del Zarathustra de Nietzsche, de los textos de Sade, o de la interpretación freudiana de los sueños.
Hay algo en estos textos, que tienen en común con el Manifiesto la pasión por la liberación del hombre; algo que, más allá de nuestros intereses y convicciones, nos hace oscilar -divididos- entre dos sentimientos: el autor -pensamos a partir de la experiencia histórica acumulada- exagera, generaliza en exceso; pero de esta pasión exagerada surge una verdad, una verdad esencial que los que no exageran pretenden disimular. ¿Puede ser porque la mesotes, el equilibrio, la mediocritas, la discreción, el Parnaso estético y la razón pura a los que aspiramos y no pararemos de aspirar, son atributos del estar bien en el mundo, mientras que el hybris, el exceso, es -al contrario- el estado obligado del hombre que no puede reconciliarse con un mundo desgarrado por las desigualdades y partido por la dominación de clase? Lo que nos inquieta, en la lectura de los clásicos como los citados, es admitir que no todas las opiniones son equivalentes (y que, en consecuencia, la democracia establecida, esta u otra, no cuenta en materia de saber). Lo que nos inquieta es admitir que no somos los que pretendemos ser cuando actuamos en público (y que entonces, desde un punto de vista metodológico, hay que distinguir entre ética y política). Lo que nos inquieta, es descubrir que los nuestros se portan a veces peor que los bárbaros (y que entonces, si queremos superar la hipocresía reinante, debemos recurrir a otro concepto de barbarie). Lo que nos inquieta, independientemente de la edad, es captar la conexión íntima que se establece entre la sexualidad y la razón, entre la sexualidad y el sueño (y que, entonces, nuestra cultura de ocultamiento del deseo produce también malestar, miseria psíquica).
Lo que nos inquieta, en el caso del Manifiesto, es que alguien haya osado afirmar que en este mundo los que no tienen nada podrían tener una conciencia y una voz propia, y unirse políticamente para formar una nueva hegemonía político-cultural y una sociedad de iguales desde el punto de vista social. Y esto nos inquieta, precisamente, porque no ha sido dicho de la manera en que los de abajo estaban acostumbrados a escuchar de los amigos del pueblo en los siglos anteriores: en la promesa de un mesías; o mostrando con el índice de la mano derecha la dirección del nuevo mundo, mientras que el índice de la mano izquierda mostraba el pecho del héroe que debía guiarlos, una vez más y por derecho de casta, hasta el mundo de los iguales.
El programa comunista hubiera podido ser un catequismo elaborado por espíritus iluminados en forma de preguntas y respuestas para la gente sencilla, a la manera de tantos catequismos religiosos. Engels había pensado en esta forma para el programa comunista. Y redactó efectivamente un catequismo. Pero cambio rápidamente de opinión: "Según mi parecer, sería mejor renunciar al género catequístico, y llamarlo manifiesto comunista. Como tendrá que incluir cierta cantidad de material histórico, la forma actual no me parece conveniente. Reflexiono sobre lo que ya hice. Es una narración solamente." Engels hizo bien en dejar la redacción final del Manifiesto en las manos de Marx, que pasó de la forma simplemente narrativa a la exposición de la complejidad dialéctica del drama histórico, en el cual la voluntad y la conciencia de los hombres divididos y socialmente enfrentados juegan (o pueden jugar) tanto como los condicionamientos externos.

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Un manifiesto es, por definición, siempre esquemático y propositivo. Así es el Manifiesto Comunista. Cuando describe, reconstruyendo el drama histórico de la lucha de clase, postula al mismo tiempo interpretaciones, afirma un punto de vista sobre la historia en su totalidad. Se trata en este caso del mundo, y sobre todo del mundo del capitalismo, visto desde abajo. De la misma manera, cuando un manifiesto propone cosas debe hacerlo bajo forma de tesis o afirmaciones taxativas, sin ambigüedades, sin obscuridades. Un manifiesto no es ni un tratado ni un ensayo; no es el lugar para matices filosóficos ni por precisiones científicas. Un manifiesto no es tampoco un programa detallado de lo que tal o tal corriente o partido se propone hacer desde mañana. Un manifiesto debe resumir la argumentación de lo esencial; es, por decir así, un programa fundamental.
En este sentido, lo que hizo durable el Manifiesto Comunista, lo que le permitió un buen envejecimiento, es la gracia con la cual sus autores supieron integrar los matices filosóficos en materia histórica y la vocación científica del economista sociólogo que pone su saber al servicio de los demás, de la mayoría. En la lucha entre burgueses y proletarios, el Manifiesto toma partido. Sus autores saben que la verdad es la verdad -sea dicha por Agamenón o por su sirviente. Pero saben también que el sirviente moderno de Agamenón se inquietará después de haber escuchado de la boca de su amo, de su burgués, el viejo discurso lógico sobre la verdad: de "consenso". Se quedará en la inquietud este sirviente que quiere liberarse, porque ya tiene su cultura, está en vía de adquisición de una cultura propia; aprendió que la verdad no es solamente una cuestión de palabras, sino de hechos, actos y comportamientos, intenciones y realizaciones: verum factum.
Este ultimo punto es una clave para la buena comprensión del texto. El Manifiesto no se limita a describir: califica, llama las cosas por su nombre. Cuando Marx y Engels dicen tan claramente, por ejemplo, que los obreros no tienen patria, no hacen sociología; no describen la situación del proletariado; no enuncian algo que derivaría de cualquier encuesta sociológica reciente. Polemizan contra los que reprochaban y reprochan todavía a los comunistas el querer abolir la patria, la nacionalidad. Marx y Engels no ignoraban el sentimiento nacional de los trabajadores de la época, y ellos mismos, que vivieron en distintos países europeos, se definieron en alguna ocasión y frente a otros, como alemanes. Pero como, al mismo tiempo, conocían la uniformidad de las condiciones de vida a la cual conducían la concentración de capitales y el mercado mundial, debían considerar como un insulto a la razón la manipulación del sentimiento nacional a la cual se dedicaban los de arriba en nombre de las patrias respectivas. El que lea esta afirmación del Manifiesto como si se tratara de una conclusión de encuesta sociológica, o es alguien que no quiere entender, cegado por la pasión, o es alguien que no aprendió nada. Para mejor entender esta frase controvertida, se podría traducirla así: los obreros no tienen patria porque los que tienen el poder no les han dado una o se la han quitado.

Porque, como escribió el poeta:

Sólo el país, no es la patria
La patria, amigos, es un país justo

Cuando, para dar otro ejemplo, Marx y Engels hablan en el Manifiesto de la burguesía como clase social, no se limitan a describirla: la califican. No por eso insultan al adversario, ni le niegan su valor, ni lo desprecian. Al contrario, construyen la exposición de la configuración histórica de la cultura burguesa como un himno majestuoso a sus conquistas: técnicas, económicas, civilizatorias. La manera en que este himno está construido con, como contrapunto repetido, el pasado y el presente, la economía y la moral -sentimiento y cálculo, exaltación de la técnica y conciencia de la deshumanización- es lo que hay de mejor en el Manifiesto Comunista, su ápice. Porque ahí sentimos dónde estamos: en las aguas heladas del calculo egoísta, en la división del espíritu entre técnica y moral, entre el progreso científico y la desvalorización del sentimiento.
Y si, en el Manifiesto, este himno acaba en réquiem para la cultura burguesa, esto no es debido solamente a la simpatía de los autores para la otra clase, la de los que nada tienen. Es también por otras razones que no se indican, pero que cuentan mucho. Es porque la sociedad burguesa crea demasiada civilización (demasiados medios, industria, comercio), lo que tarde o temprano deberá conducir a la crisis económica y cultural. Por esto Marx y Engels, espíritus iluminados, herederos del humanismo y el Renacimiento pero con una pincelada de romanticismo, no desean, no quieren la otra conclusión posible a la lucha de clases que su formación historiográfica les sugiere: la destrucción recíproca de las clases en lucha. No la quieren justamente porque conocen la historia, porque conocen la historia de Europa: porque saben que esto implica la barbarie. No quieren una igualación sin cultura, una tabla rasa, un nivelamiento sin reconocimiento de los méritos, un comunismo sin reconocimiento de las necesidades. Quieren ligarse al ideal de buen gobierno del Renacimiento y del siglo de las Luces.
Dije que el Manifiesto califica, llama las cosas por su nombre. Hay que precisar que las nombra así como las veían los de abajo, como las veían en 1847 los que vivían de sus manos, del trabajo asalariado. Llamar las cosas por su nombre es fundamental para ser alguien. No somos nada si no oímos nuestro nombre de la boca del ser amado. En el terreno de la política y la lucha social, no se es nada si no se acepta el nombre que dan a la cosa, a su cosa, los que tienen el poder. La batalla para nombrar correctamente y precisamente es el primer acto de la lucha consciente de clase. Marx y Engels lo sabían bien.
Marx y Engels no son responsables de la prostitución del nombre de su cosa, el comunismo moderno. Muchos piensan que sí, e ironizan hoy que Marx debería pedirle perdón a los trabajadores. Yo creo que no. Diré por qué para concluir. Las tradiciones, como las familias, crean lazos muy fuertes entre las personas que viven allí. La existencia de estos lazos tan fuertes tiene casi siempre como consecuencia el olvido de quién se es en el seno de esta tradición: las personas conservan solamente el nombre de la familia, que es lo que se transmite, y pierden su nombre propio. Esto pasó también en la historia del comunismo. Pero del mismo modo que es injusto culpar a los hijos por los errores de los padres, y viceversa, sería una injusticia histórica la de culpar a los autores del Manifiesto Comunista de los errores de los que después, de buena o mala fe, han utilizado su nombre.
Seamos razonables, por una vez. A nadie se le ocurriría echar sobre los hombros de Jesús de Nazaret la responsabilidad de las faltas cometidas a lo largo de la historia por todos los que llevaron el nombre de cristianos, de Torquemada al general Pinochet, pasando por el general Franco. Trataríamos seguramente de sectario el que pretendiera establecer una relación de causa a efecto entre el Sermón de la Montaña y la Inquisición romana o española.
Cuando es cuestión de ideas y hechos, de movimientos colectivos y creencias compartidas, no se puede permanecer con la etiqueta familiar o con el vago eco del ismo: hay que empezar otra vez a reivindicar para cada uno su nombre propio. Entonces, a cada uno el suyo. Por lo menos esperando que llegue el tiempo de "a cada uno según sus necesidades; de cada uno según sus capacidades".


* Los libros sobre los que hablamos en esta sección nunca han sido seleccionados por su actualidad: criterio absurdo dada nuestra periodicidad. Han sido el interés suscitado por el texto en alguno de nosotros y, lógicamente, su relación  con la temática de la Revista, los que ha determinado su inclusión. La elección del Manifiesto, además poder responder a estos mismos criterios, tiene algo de celebración, un poco tardía, de su aniversario -el 150 desde la primera publicación en 1848-. Han sido varios los comentarios que con tal motivo  se han escrito  sobre este singular texto. Hemos querido dar a conocer a nuestros lectores el de Francisco Fernández Buey, originalmente aparecido en la revista virtual Rebelión (http://www.rebelion.org) el 20 de agosto de 1999. Agradecemos a la revista y al autor su autorización para esta publicación.


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